Fotograma de la película "El tercer hombre"
Me inquieta el reloj en medio de la multitud
redoblando su poderoso tic tac. Siento que unos ojos me vigilan constantemente,
no alcanzo a verlos, pero en mi nuca se posan. Una mesa se sobresalta cuando
las cartas del destino decretan. El olor a tabaco sobresale en el callejón
donde el gato dormita, mientras las notas de jazz alejan la muerte. La multitud
me arrastra a la derecha, luego a la izquierda. No sé bien a donde voy o a
donde me lleva la muchedumbre. No creo que ella tampoco lo sepa. El tacón de un
zapato se clava en una alcantarilla. Un vaho demoníaco de ella se desprende, se
marchita una sonrisa atrapada en una pipa y corre a socorrerme. –Suele pasarle
a chicas como usted. Mientras el tobillo sostiene, admiro la hebilla de sus
zapatos relucientes como una estrella y la perfecta simetría de su rostro
moreno, pero el mundo no se detiene. Logra zafar de su cárcel el zapato y con
una reverencia se despide. Una mujer llena de anillos su falda levita como un
campanario y me susurra, si sabes lo que te conviene ¡Vete!
A los lejos, se aprecia los barcos borrachos
en la corriente que el río mece. Un hombre con voz celestial canta
mientras suicidas de la luz tratan de atraparlo con asombrosa exultación. El
tipo de doble papada vuelve a mirar el reloj. Me crispa los nervios su mirada
cada 5 minutos a esas rebeldes manecillas. El frío los huesos calan a pesar del
grueso gabán. Me encantan las formas labradas de las barandillas de las
terrazas, que transitan sobre nuestras cabezas. La gente que casi desmaya cuando
advierten el desfile de sombrillas danzantes cerca del tranvía con el espíritu
del blues en sus gargantas. En mil rincones se abarrotan dando el espectáculo más
vital, pero a pesar de la algarabía se respira una angustiosa soledad en la
mayoría de las almas, que pretenden repararla con música y cócteles en la calle
del pecado. Allí se desdibuja torpemente los cuerpos bajo los inquietantes
faroles. Una breve cintura en silencio yace debajo de adulterados pechos. El
verso de dolor invita con premura a obtener efímero placer por unas cuantas
monedas: huelen aún a miel de arce, en las manos que seducen en la esquina.
La torre comienza a dar sus campanadas
en medio de la confusión. Una tetera la acompaña como un ente vivo que en
alguna cocina silba. Justo en ese momento el tacón cede. El tranvía, ajeno a mi
desgracia, aprisa pasa antes de caer, una mano. Mi cuerpo encierra, sigue las
campanadas, una, dos, tres…el sonido no termina. La terrible escena aun me hace
temblar al recordar el roce de ese hombre. ¿Cómo describirlo? Pareciera que se
iba consumiendo el cielo al tocarlo. El desbalance me hizo fijarme en sus ojos
negros como un pozo sin fondo. Su tez blanca como la clara de huevo al ser
hervida, bajo su negro frac, resaltaba. El gato al verlo se alejó de él igual
que si oliera a una seta venenosa. El mundo de los muertos exhalaba al tocarlo
y el vacío habitaba en la sonrisa que me regalaba. Mientras mi cuerpo sostenía,
aquellos ojos negros como bolas de billar estaban hambrientos de luz. Su mirada
intensa era como un puñal que destruía y se burlaba de la herida que propinaba.
Me separe bruscamente de su abrazo como del aguijón de una avispa. La máscara
que antes sostenía volvió a su cara y
regresó a confundirse bailando con la
multitud, mientras mi sangre presa de terror aun sacudía mi cabeza. La torre,
en su última campanada, con furia al cielo clamaba y fue cuando él volteó la
cabeza a mirarme de nuevo. Susurró algún día serás mía, mientras la cola de su
carnavalesco traje de diablo alegremente discurría entre el frenesí de la calle
Bourbon.
Xiomara Beatriz.